El dedo de Miller

Más que amenazar, la tormenta, parecía jugar al escondite esa mañana en el cielo de  Sun Valley. Entre los claros de las nubes, se colaban fulgurantes rayos de luz dorada que golpeaban con cenital dureza las calles al mediodía. La casa de los McAllister era pequeña y prefabricada, igual que el resto de las  que se expandían por el barrio en la periferia de la pequeña ciudad. Modestas viviendas, todas iguales, con sus 20 metros cuadrados de jardín en la entrada. Casas originalmente pintadas de blanco, y llenas de aleatorios desconchones a lo largo de las fachadas ciento de veces repintadas.
El hogar de los McAllister daba a la calle principal y, esta , a su vez,  se ramificaba, a lo largo de su recorrido en calles mas estrechas a ambos lados, todas bordeadas por el mismo tipo de casita utilitaria al Norte, Sur, Este y Oeste.
Ernest y Maggie McAllister eran un matrimonio que bordeando la madurez, gozaban en general de buena salud a excepción de unos achaques reumáticos que, Maggie, sufría desde su adolescencia, y que se iban intensificando medida que se iba haciendo mayor. No habían tenido hijos, —a pesar de haberlo intentado en sus años de  juventud—. Ello fue motivo de tensiones y depresiones que, sobretodo, afectaron a Maggie. Habían visitado a médicos especialistas y recurrido incluso a chamanes en una cercana reserva india, pero, todo fue inútil.  Con el tiempo lograron aceptarlo y superarlo. Nunca quisieron adoptar niños, si no podían tener los suyos propios. Tampoco tenían hermanos, ambos eran hijos únicos y sus padres ya habían  muerto hacía tiempo. Tan solo algunos primos por parte de ambos, a los que habían perdido la pista muchos años atrás, desde que decidieron irse a vivir a un estado del sur, a miles de Kilómetros del lugar originario de sus respectivas familias en el Norte. Realmente ellos dos eran todo lo que tenían, eran toda su familia. El paso de los años les había hecho depender totalmente el uno del otro. Su matrimonio, a excepción de momentos muy puntuales a lo largo de su vida,  era sólido y compacto como una roca, una nave firme navegando en un océano de mutua complicidad.
—¡Ernest! —Gritó Maggi, asomándose a la pequeña ventana que daba al jardín de la casa.
—¿Si? —Contesto Ernest.
—¡La mesa estará lista en cinco minutos!
—!Ok cariño,  voy enseguida! 

Ernest estaba recortando el seto junto a la verja cuando oyó la llamada de Maggie desde la ventana, se giró y sonrió al verla. Dejó las herramientas de jardinería en su caja y empezó a quitarse  los guantes de trabajo mientras  se dirigía, con calma, hacia la  entrada de la casa. Se disponía a subir los tres peldaños frente a la puerta cuando vio un objeto  extraño en el suelo, a la derecha del primer escalón, sobre la hierba. No reconocía que era  y lo miraba extrañado, así que, se inclinó y lo inspeccionó removiéndolo con la punta de su dedo índice, inmediatamente retrocedió sorprendido e irritado.
—¡Maggie! —gritó  Ernest.

Ernest podía escuchar los pasos apresurados de su mujer acercándose desde el interior de la vivienda y, al instante , la vio aparecer bajo el marco de la puerta, secándose las manos en el delantal a cuadros que llevaba puesto.
—¿Qué pasa Ernie?
—¿Qué hace esto aquí Maggi? 
Ernest tenía extendida su mano derecha en dirección a la cara de Maggie, mostrándole un dedo corazón humano, limpiamente tajado por la base, que acababa de encontrar en el suelo.
—¡Oh Dios!. ¿Qué haces con eso en la mano Ernie? —dijo Maggi, casi susurrando.
—¡Lo encontré junto a la escalera!
—Y, ¿cómo ha llegado hasta ahí?
—Es lo que quiero averiguar Maggi. ¿Qué ha pasado?

Maggi iba a decir algo cuando de repente, ambos, quedaron paralizados al escuchar la voz de su vecina Karen, —que vivía en la  casa de enfrente—, dirigiéndose directamente hacia ellos.
—¡Hola jovenes!. ¿Cómo va todo?. —
Instintivamente, Ernest, ejecutó un rápido movimiento e introdujo el dedo en el bolsillo de la bata de trabajo que llevaba puesta, ocultándolo a la vista de Karen.
—¡Te he visto Ernest! , ¡No trates de disimular! —dijo Karen
Maggi palideció, incapaz de articular palabra, bajo el marco de la puerta, tres peldaños por encima de su marido, le miraba en espera de lo que este pudiera decir, Ernest no estaba menos alterado que su mujer por la situación, la ofuscación, era, sin duda, un sentimiento que compartían los dos en ese momento. Ernest, al fin, tratando de aparentar tranquilidad, dijo.
—¿Qué… qué es lo que has visto Karen?, ¿a qué te refieres…?
—¿Te parece bonito hacer esa grosería?  —dijo Karen
—¿Eh?, ¿cómo…?  ¿de qué grosería hablas, Karen? —contestó Ernest.

La expresión de Ernest estaba mutando rápidamente  de la sorpresa y angustia inicial a una ira desatada. Se preguntaba porque demonios tenía que haber aparecido la gorda de su vecina en ese justo momento, en general, tanto el como Maggi, eran muy tolerantes y tenían fama de buenos vecinos en la comunidad, pero, ahora, si pudiera, estrangularía a Karen, y no lo pensaba en sentido metafórico, en realidad, de la respuesta de su vecina dependería el destino de los tres en ese momento, aunque Karen, lógicamente, no podía siquiera llegar a  imaginarlo.
—¿Que grosería, preguntas…?, ¡vamos Ernie!, lo sabes perfectamente, —¡¡que te den!!—, eso estabas diciéndole a Maggi con tu mano extendida y tu dedo tieso justo delante de su cara, ¿lo hacías en serio? Creo que no,  era una broma, ¿Verdad Ernie?.

Ernest comprendió al fin que era lo que Karen creía haber visto y suspiró aliviado, mientras, con una rápida mirada, intentaba transmitir tranquilidad a su mujer, Maggi miraba a Ernest, y también se percató del vuelco que había dado la situación.
—¡Ah!, No, estás en un error, estaba explicándole a Maggi que significa ese gesto, Maggie no acaba de entender que demonio significa. Ja, ja, pero no, no mujer, ¡como voy a hacerle eso a Maggi!, yo pensé que te referías a… —Ernest no termino la frase después de improvisar su respuesta.
—¡Oh Karen! querida, ¿como has llegado a pensar que Ernie pueda llegar a ser tan maleducado? —dijo Maggie— Ernie solo solo trataba de explicarmelo, y si, en efecto, es un gesto muy grosero, aunque ya me lo suponía, ja, ja.
—Ya se que estabais de broma o algo así, pero, ¡yo también estoy bromeando muchachos!… ¿porque estáis  tensos?, os noto un poco raros, en fin. Venía a pedirte un favor Ernie, te vi arreglando el seto desde mi casa y, he aprovechado para pedirte, si no te importa, las tijeras de podar; he de retocar un poco mis rosales.
—Claro que si Karen —dijo Ernest mientras señalaba hacia verja de entrada— allí en la Caja de herramientas, justo a los pies del seto, dentro encontrarás las tijeras de podar.
—Ok, entonces me voy, no os molesto mas, por cierto, ¿que estás cocinando que huele tan bien, Maggie? —preguntó Karen
—Oh, he preparado estofado y creo que realmente ha salido muy bueno esta vez.  Me disponía a poner la mesa… ¿quieres que te prepare un poco para  llevar?

Ernest lanzó una mirada fulminadora a su mujer, desaprobando su inoportuna ocurrencia, pero, le extraño el sosiego y  aparente tranquilidad con la que su esposa se dirigió a la vecina, así como, un cierto brillo irónico en su mirada.
—No, gracias Maggie, —contestó Karen— la verdad es que me gustaría probarlo, pero, como te comenté, Estoy haciendo un poco de dieta debido a la indigestión que tuve el Lunes por la noche y, aún no tengo el cuerpo muy fino, pero, queda pendiente. ¿Te parece?
—De acuerdo querida, como quieras. Karen, por cierto, dime… ¿Como llevas el asunto de Anthony?, ¿hay algo que Ernie y yo podamos hacer por ti y la pequeña Lucy?

Anthony Marcus Miller era el marido de Karen, había desaparecido tres semanas antes sin dejar rastro, pero, todo el mundo daba por hecho, —incluida Karen—,  que simplemente se había marchado por hartazgo, la relación de Anthony y Karen no era buena y en realidad casi llevaban vidas separadas bajo el mismo techo, ambos habían tenido una sola hija, Lucy, en edad adolescente, no tenía tan claro que su padre hubiese desaparecido de sus vidas por propia iniciativa, algo no le acababa de cuadrar. En cualquier caso, a excepción de ella, nadie se preocupaba por Anthony y, Karen, ni siquiera puso denuncia por abandono de hogar ya que nada se había llevado y nada le importaba la suerte de su marido, al abandonarla, le había hecho un favor a ella y a su hija Lucy.
—Oh no os preocupéis, —contestó Karen— ni siquiera me acuerdo de ese vago desgraciado, en realidad me alegré cuando se largo sin avisar, solo espero no volverlo a ver el resto de mi vida. Lucy, parece mas afectada y, de vez en cuando pregunta por su padre, pero, hasta ella admite que ahora estamos mejor. Gracias por vuestro interés Maggie, sois unos buenos amigos.      

Tras despedirse, Karen se dirigió hacia la caja de herramientas, cogió las tijeras de podar y salió por la puerta de la verja en dirección a su casa, enfrente de la de los Mcallister.
Ernest y Maggie ya habían entrado y desde la ventana, en la penumbra, observaban a Karen volviendo a su casa, la vieron parada al borde de la calle principal, esperando que dejaran de pasar los coches para cruzar.
—¿Crees que habrá notado algo extraño? —Preguntó Maggie.
—No, no lo creo, aunque al principio pensé que tal vez tendríamos que ocuparnos de ella También… como hicimos con Miller.
—Ha sido realmente inoportuna, no sabía que decir. ¡Casi me da un infarto!
—¿Por qué le has dicho si quería un poco de estofado, ¿te has vuelto loca, cariño?.
—No, no, ya sabía que está haciendo esa dieta, me lo contó ayer, y deduje que diría que no, además, me pareció una forma de volver a la normalidad y, de esa manera, evitar sospechas después del susto que nos llevamos. Tampoco voy a negar que no he podido evitar… un cierto morbo ofreciéndoselo, lo siento cariño, no he podido evitarlo.
—Ja, Ja, ¡que maldad!. Supongo que las mujeres conocéis mejor que nadie vuestros propios entresijos, pero, la verdad es que has conseguido inquietarme por un momento Maggie. En fin, bien está lo que bien acaba, pero, en el futuro hemos de tener mas cuidado con este asunto, ¿de acuerdo cariño? —Maggie asintió con una sonrisa acompañada de un ligero movimiento de cabeza—. Por cierto, aún no sé como acabo el dedo  en el jardín.
—Yo si Ernie, debí imaginármelo antes. La endemoniada Chichí aprovechó un descuido por mi parte mientras abrí el  congelador para preparar las «Manitas estofadas», salto al interior y atrapo entre sus fauces el dedo de Miller, supongo que decepcionada por el sabor, acabo abandonándolo en el jardín al salir de la casa. A los gatos, ya se sabe, no les gusta la carne congelada.

Ficha resumen:
El dedo de Miller
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El dedo de Miller
Descripción
Relato corto de la trilogía: «Los McAllister»
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Publicado 31 marzo, 2016 por Paco Feria in category "Relatos

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